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Crónica de una muerte anunciada



Asistimos perplejos ante la crónica de una muerte anunciada. Recuerdo los comentarios de numerosos militantes socialistas tras la debacle de las primarias: es por culpa de la crisis, debemos recuperar la confianza del electorado, que nadie se rasgue las vestiduras. El análisis interno evitaba la autocrítica y una "reflexión más a fondo", un término que ahora parece que se va a poner de moda. Se orquestó como escenario impostado un Congreso Federal de cartón piedra en el que no existió realmente una reflexión profunda ni tiempo y espacios en los que la militancia de base y los simpatizantes pudieran debatir y hervir a fuego lento las líneas directrices para un verdadero cambio interno y la articulación de un programa ideológico reformista, adaptado a las demandas que impone el nuevo siglo. De este Congreso salió humo, solo humo y la rutilante elección de Rubalcaba como secretario redentor, y a la cola de este relevo se orquestó en Extremadura el mismo teatro (véase en Badajoz, por citar solo un ejemplo que me pilla de cerca, la vergonzoso reelección de Celestino Vegas como Secretario Local). 

La ciudadanía, por supuesto, reía a gusto nuestras supuestas reformas internas, y mientras tanto, ajena a nosotros, levantaba la voz en la calle, harta de tantas mentiras. El arma más poderosa que tiene la ciudadanía es obviar a sus representantes, negarles la mirada, pasar de largo ante sus imposturas. Y eso es lo que está haciendo con el PSOE; simplemente pasar de él. La crisis ha servido de detonante (que no causa eficiente) para activar en la ciudadanía de izquierdas un aletargado activismo político, caracterizado por la demanda de una redemocratización interna de los partidos y una reforma de la vieja narrativa ideológica que acerque los discursos a las necesidades reales de la calle. El resto de debates les resulta infructuoso. La ciudadanía progresista de este país necesita más que palabras. El PSOE actual le recuerda demasiado a las viejas formas, los mismos rostros, el mismo credo, el mismo sistema clientelista de acceso a los cargos. No observa ni en las formas ni en los contenidos un viraje sustancial. Cada vez es más plausible la necesidad de una refundación ideológica y el paso a generaciones más capaces y ancladas a los nuevos códigos culturales de este siglo.

Y no queda mucho tiempo. Los sociólogos pronostican cambios inquietantes en la percepción que la ciudadanía del siglo XXI posee de la política. Nuevas fórmulas, aún sin peso específico, pero resistentes, pugnan por ocupar el espacio político que la izquierda tradicional ostentaba hasta ahora. Incluso el nacionalismo empieza a verse entre la ciudadanía como una salida a las contradicciones de los partidos tradicionales. La vuelva a valores primarios atrae a no poco electorado, que se deja seducir por proclamas redentoras y segregacionistas. En este contexto, la izquierda socialista es una enorme incógnita. 

El PSOE corre el riesgo de convertirse con el tiempo en un partido al más puro estilo americano: ajeno a la ciudadanía, avalado tan solo por la financiación económica de empresas privadas. Un partido que viva de las rentas de un pasado glorioso, pero carezca de peso orgánico en la calle. Hasta ahora era éste precisamente el mayor capital de la izquierda: la calle. Pero la ciudadanía va poco a poco trasladando sus afectos hacia proclamas desideologizadas (en un sentido tradicional del término), obligando a los partidos a bascular en un gris centrismo, deshojando margaritas con las que contentar a un electorado resistente a ser catalogado.

Rubalcaba no va a dimitir, por supuesto que no. Sería como obligarle a desdecirse. Si acaso podría producirse un asalto interno al poder, un desgaste de su mandato hasta que se vea obligado a abdicar, a dejar que otros adláteres corran tras la esperada corona. ¿Serán estos los salvadores del socialismo? Por supuesto que no. La estructura interna del PSOE está blindada contra el cambio y integra toda su lógica bajo el único objetivo de ganar las elecciones, nada más. La reflexión es solo una pose, una puesta en escena. En el PSOE no hay reflexión, solo cultura de partido, disciplina y oportunidad. El resto es disrupción. Y este es precisamente el error más grave, una de las causas que le han llevado a la situación en la que se encuentra. El éxito electoral y la dinámica interna plegada al mantenimiento del poder hizo que se obviara la vida interna del partido como capital humano a largo plazo. Ahora que arrecia el temporal, la dirección del partido se acuerda del paraguas. Pero su narrativa a favor de la participación interna es puro teatro, estrategia (una vez más) electoral. Y los simpatizantes lo intuyen, ya no son tontos. Ya no vale el truco de la carta bajo la manga. La ciudadanía socialista pide un cambio real o nada, una reforma sustancial de la estructura enquistada, una quimio agresiva que atraviese cargos, discursos, programas y acciones.

Ni es tarde ni imposible. Pero está claro que una reforma de estas características no se puede orquestar bajo la imposición de los tiempos que determina la agenda electoral. Debe cocerse sin prisas y desde abajo, comenzando por las sedes locales hasta atravesar los órganos de dirección. Y con humildad, comenzando de cero. Poniéndose al servicio de la ciudadanía más próxima, retomando la política de barrio, la de bajo espectro, sin fotocol ni titular rutilante. Esto es difícil si se sigue manteniendo el mismo organigrama interno. Inevitablemente debe haber ceses, cambio de rutas y conductores. No crece la mies sin romperse la semilla. Poca sustancia tendrán reflexiones futuras si las sigue orquestando la misma plantilla.

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